Hacía tiempo que queríamos cruzar el
Atlántico, aunque nos costaba decidir el destino; al menos hasta que supimos que
unos buenos amigos se mudaban a Seattle (pronunciado “Siaadel”, ¡o algo así!)
¡Qué mejor excusa entonces para visitar Estados Unidos!
Hacía más tiempo aún que un americano al que
conocí, me había hablado de la carretera de la costa Pacífico, que conecta los
estados de Washington, Oregón y California, desde Canadá hasta México. “¡Si te
gusta la naturaleza, esa carretera es increíble!”.
Por supuesto, nos dejaríamos muchas cosas en
el tintero, grandes mitos como Yellowstone, el Gran Cañón, Yosemite… pero es un
país inmenso y sencillamente priorizamos la experiencia de viajar en coche a
nuestro aire, sin tomar vuelos internos.
No hace falta describir la alegría de
reencontrar viejos amigos tan lejos de casa; Raquel y Pedro fueron los
perfectos anfitriones. En los dos días que estuvimos con ellos pocas cosas nos
quedaron por ver en Seattle y sus alrededores: la tumba de Bruce Lee, la
estatua de Jimmy Hendrix, la casa de Kurt Cobain, el mercado de Pike, la
universidad de Washington -con ese aire de campus clásico al estilo inglés-, el
Space Needle, el Key Arena… ¡y todo con reportaje fotográfico incluido!
Seattle |
A Pedro le hubiera encantado llevarme de
senderismo por el Olympic National Park; una de las muchas zonas de bosque
lluvioso que pueblan estas latitudes, habitadas por pumas, osos negros y
wapitíes… pero no disponíamos de tanto tiempo. Las nubes tampoco nos dejaron
contemplar el impresionante Mount Rainier, un gigante que se alza en el
horizonte como si fuese la Montaña Solitaria de “El hobbit” (por fortuna sí que
pude verlo desde el avión en el vuelo de regreso con escala en Seattle).
La naturaleza abruma, incluso en la propia
ciudad, que parece fundirse con el bosque sobre el que se asienta. Y así
seguiríamos; abrumados, el resto del viaje. Tocaba despedirse y poner rumbo al
sur.
*****
El rio Columbia hace de frontera entre
Washington y Oregón y en su desembocadura se encuentra la localidad de Astoria,
a la que se accede por un kilométrico puente que se eleva al final para dejar
paso a los buques mercantes que allí atracan.
Esta
población alcanzó la fama al albergar el rodaje de la película ochentera “los
Goonies”, dirigida por Spielberg. Sin embargo, esto no satisfizo a todo el
mundo; especialmente al propietario de la casa de “los Goonies” y los vecinos,
que acabaron hartos de las multitudinarias peregrinaciones de turistas. Un
cartel a la entrada de la calle ruega al viajero no molestar y visitar otros
lugares de interés en la localidad, como la Columna de Astoria, los leones
marinos de la bahía o el museo marítimo.
Astoria |
Tras dejar el equipaje y escuchar las
indicaciones de Melissa para nuestra visita exprés, nos dirigimos al popular fish & chips “Bowpicker”; una barcaza anclada en un descampado y
reconvertida en “food truck" -bueno, “food boat” sea quizás un nombre más
apropiado-. Y así, con nuestra vianda de atún blanco y patatas fritas,
ascendimos hasta la columna de Astoria para, desde lo alto de la colina, cenar
contemplando la desembocadura del Columbia, el inmenso mar de abetos y un
espectacular atardecer.
*****
Al día siguiente nuestra primera parada fue
en Cannon Beach, inequívoco escenario costero también de “los Goonies”, por
cuyas costas salpicadas de gigantes peñascos
salía a flote el barco de “Willy el tuerto” -en la película, digo-.
Nosotros no buscábamos a “Willy” sino un local muy concreto; la crepería Neptuno, cuyo dueño nos comentó
que su padre había vivido en Barcelona. Compartimos unos deliciosos creps, uno
dulce y uno salado y a seguir camino.
Cannon Beach |
En la factoría de quesos de Tillamook
producen quesos grasos de distintas variedades, elaborado con leche de su
propio ganado. Fundada por los pobladores que llegaron a Oregón desde la costa
Este, hoy es una cooperativa de granjeros en la que el visitante puede observar
la última fase de la línea de producción, degustar el producto, comprar en su
supermercado y sobretodo saborear sus cremosos helados.
Cometí el error de pedir un cucurucho de dos
bolas, que equivaldrían a cuatro de las que acostumbramos en España, y lo que
iba a ser un deleite se convirtió en una carrera por evitar que el helado
derretido me empapara las manos, algo que solo evité en parte. Lo de las bolas
es sólo un ejemplo; día tras días tuvimos ocasión de comprobar lo exagerados
que son los norteamericanos con la comida y con tantas otras cosas; aquí no
conviene emocionarse a la hora de pedir…
Con la tripa llena, paramos por casualidad en una pequeña área de
descanso a estirar las piernas y un hombre empezó a silbarnos para atraer
nuestra atención “¡mirad ahí, ballenas!” Y es que en estas fechas de octubre
las ballenas grises y jorobadas empiezan su migración desde las gélidas y
nutritivas aguas del norte a las más cálidas aguas ecuatoriales, donde dan a
luz. Su presencia se advertía por los chorros que exhalaban los escasos
segundos que salían a respirar y apenas daba tiempo a cazarlas con los
prismáticos. Aun así el avistamiento resultó de lo más impresionante.
En Newport nos hospedamos en un motel de carretera;
uno de tantos que son ni más ni menos, como los que acostumbramos a ver en el
cine americano; alargados, de dos plantas máximo, colores pastel, rótulo de
neón y con habitaciones que dan directamente al aparcamiento.
Motel en Newport |
Bajamos a la bahía para cenar en el “OceanLocal Seafood”; guiso de cangrejo y almejas, y unas ostras rebozadas que nos
sorprendieron gratamente. Desde el restaurante se escuchaba el barullo de los
leones marinos que atestaban los muelles y nos acercamos a verlos tras la cena.
Los más rezagados, aún en el agua, buscaban un hueco libre entre las rocas o
las plataformas flotantes de madera, entre las protestas y amagos de mordiscos
de sus compañeros ya instalados. Al acercarnos percibimos también su fétido
olor, algo así como el mal aliento de alguien que se ha empachado de marisco.
Un señor nos preguntó de dónde éramos y nos
explicó que su hija estaba estudiando en Barcelona. En prácticamente todos los
lugares que visitamos, tuvimos ocasión de comprobar que los norteamericanos son
gente curiosa, muy dada a conversar y que, cómo nos había advertido Pedro,
nunca se despiden para zanjar una conversación; simplemente dan la vuelta y se
alejan sin más.
*****
La
carretera seguía discurriendo por
acantilados y playas escénicas, sobre las que el inagotable bosque parecía
abalanzarse. El faro de Heceta dominaba uno de esos acantilados y en él aprendimos
un poco sobre la rudeza en las vidas de aquellos pioneros que lo habitaron.
Muy cerca de allí paramos en la “Sea LionCave”; una gruta marina en la que los leones marinos acuden a descansar y a la
cual se accede por ascensor. La dependienta nos advirtió; “en esta época, aún
no entrado el invierno, los leones pasan el día en el mar así que no podréis
verlos en la cueva, pero si vais hacia el sur deberíais dirigiros al Simpson´s Reef”. Y allí nos fuimos, pero antes pasamos por el “Oregon Dunes NationalPark” una vasta playa de enormes dunas y otra muestra más de la apabullante
naturaleza de este país.
Para llegar al arrecife Simpson tuvimos que
dejar la 101 para dirigirnos a Charleston. El desvío nos retrasaría un poco,
pero ¡vaya si valió la pena! Tras serpentear por un bosque costero, la
carretera desemboca en un mirador, y allí dentro, en unos islotes rocosos,
observamos boquiabiertos una inmensa colonia de leones y elefantes marinos, un
espectáculo visual y sonoro que, eso sí, conviene contemplar con prismáticos.
Sin duda uno de los hitos del viaje.
Nos hubiera encantado pasear por Gold Beach y
disfrutar un poco más del coqueto motel al lado del mar, pero la jornada había
sido intensa y apenas tuvimos tiempo de observar una bellísima puesta de sol
entre los rugidos del pacífico, antes de caer rendidos.
Atardecer en Gold Beach |
*****
Hoy dejábamos Oregón para adentrarnos en California. Un agente, en un pequeño control fronterizo, nos preguntó si llevábamos carne, semillas, plantas… productos que no se pueden entrar en EE.UU y que al parecer, a nivel estatal, tampoco se pueden introducir en California. Se me olvidó mencionar el fiambre que habíamos comprado la tarde anterior, pero por suerte no nos registró; ¡mira que si nos quedamos sin mortadela!
Redwoods National Forest |
La carretera se adentra inmediatamente en los
bosques de secuoyas gigantes conocidos como “Red Wood National Forests”, pero
esto es sólo un aperitivo. Tras unos kilómetros conviene desviarse por la
Newton B Road, donde el viajero encontrará apeaderos con acceso a las sendas que
se adentran en lo profundo del bosque. De repente te encuentras en un sitio
mágico, uno de esos lugares que abruman: los troncos ciclópeos, alzándose
rectilíneos para tocar el cielo y cortándose casi de golpe, como si tuvieran un
muñón al final; el silencio apenas quebrado con la voz de los pájaros, el olor
a hojas secas y madera húmeda, los haces de luz solar abriéndose paso tímidamente
entre las ramas, en un inquietante juego de luces y sombras… La conexión con la
naturaleza es máxima y el sosiego del lugar hace que no te quieras ir. Hay
lugares en el mundo que uno no debería perderse; muchísimos, sin duda, pero
éste es uno de ellos.
Tras el éxtasis inicial tomamos la Bald Hills
Road, ganando altitud hasta llegar al merendero de Dolason Praire, donde
comimos un bocata de nuestra mortadela sin confiscar, disfrutando de unas
maravillosas vistas de pájaro.
Deshicimos camino para tomar de nuevo la 101
y al poco de hacerlo nos llamó la atención ver un grupo de automóviles apeados
en la cuneta. Efectivamente algo se cocía; un grupo de wapitíes pastaba en los
lindes de la vía. Bajamos del coche y nos acercamos con cautela, como hacían
los demás, para intentar sacar unas buenas fotos. Estos cérvidos tienen un
tamaño considerable y conviene no perderles el respeto, pero la manada se
mostraba tranquila mientras mantuviéramos unos 6 u 8 metros de distancia sin
hacer muchos aspavientos.
Wapití campando a sus anchas |
En Eureka disfrutamos maridando cerveza local
con ostras maceradas de distintas maneras en Taste Humboldt, pero tras la aparente opulencia,
empezamos a percibir un ambiente algo distinto a los de Oregón o Washington;
más enrarecido -un ambiente más sureño, pobre y fronterizo, menos edulcorado y seguramente
agravado en esta zona de California por la recesión de la industria maderera-.
Tras el aperitivo nos dirigimos al Samoa Cookhouse; un histórico restaurante fundado en 1890, al que acudían los
trabajadores de los aserraderos y que sirve un menú cerrado de comida
tradicional; uno de los escasos supervivientes que, a modo de la antigua Galia,
se resisten a sucumbir al imperio del “fast food”.
Comida en Samoa cookhouse |
******
Al día siguiente, la dueña del motel nos aconsejó, para nuestra
nueva jornada, volver a salir de la 101 y adentrarnos en la “Avenue des Geants”;
antiguo trazado de la carretera flanqueado por, como su nombre indica,
gigantescas secuoyas. Otro tramo más de ensueño para añadir a nuestros
recuerdos.
El paisaje se iba haciendo más árido y en el
condado de Mendocino empezamos a avistar los campos en los que nace el famoso
vino californiano y que tanto nos recordaban a España. Y así, entre viñedos y,
por qué no decirlo, alguna copita de excelente vino, fuimos alejándonos de la ruta
principal para llegar por intricadas carreteras a las afueras de Sebastopol,
donde estaba nuestro próximo alojamiento AirBnb.
Mary es una señora mayor con varios hijos
independizados que, tras su viudedad, decidió compartir su hogar con los
viajeros. Su casa de madera, con un pintoresco jardín de secuoyas y árboles
frutales, resultó de lo más acogedora y un lugar ideal para relajarnos antes
del asalto a San Francisco. Nos contó que Sebastopol es un lugar más dado al turismo de interior y
vitivinícola donde no abundan los viajeros internacionales, e intercambiamos impresiones sobre la vida y
costumbres americanas en contraposición a las españolas. A la mañana siguiente nuestra
anfitriona nos había preparado un exquisito bizcocho casero de avena y frutos
del bosque, manzanas recién cogidas y una bebida a base de caqui persimon y
vinagre.
*****
Lo primero antes de llegar a San Francisco es pararse en el “Golden Gate Recreational Area” y hacer las fotos de rigor con el puente al fondo. Luego uno cruza el imponente monstruo metálico para adentrarse en una ciudad inequívocamente ligada a la historia del cine norteamericano; desde las persecuciones en automóvil de Steve MacQueen o la fuga de Clint Eastwood de Alcatraz, hasta el más reciente y apocalíptico “el origen del planeta de los simios”. Esta urbe ha sido mil veces filmada y no pude evitar sentir cierta emoción a pesar de la apatía que despiertan en mí las grandes ciudades.
Golden Gate. San Francisco |
Devolvimos el Mazda 3 que nos había
acompañado en nuestro periplo y apresuradamente dejamos las maletas en el
Baldwin Hotel, muy cerca de Union Square. Sólo teníamos el resto del día para
visitar San Francisco y no había tiempo que perder. Quisimos tomar uno de los
famosos tranvías que enfilan por las onduladas cuestas, pero el primero tardó
un buen rato en pasar e iba cargado, así que solo aceptó a dos de las decenas
de peatones que hacíamos cola en la segunda parada del trayecto… “buff! ¿Vale
la pena esperar al próximo?” “¡No!”. Y cogimos un taxi.
Al apearnos en la bahía, “Pier 39” , el taxista pareció
renegar.
-¿Hay
algo mal?- preguntamos.
-¿No
dais propina?... ¡encima que os he esperado mientras os hacíais la foto en
Lombart Street!.
Sí, nos había esperado 2 minutos mientras nos hacíamos la
foto turística, sin parar el taxímetro claro… en fin. Eso sí, las propinas
están al orden del día en Estados Unidos y es una descortesía no darlas en
cualquier tipo de servicios, incluso peluquerías.
Tranvia en San Francisco |
El Pier 39 es un pequeño complejo en la bahía,
con tiendas, restaurantes y pasarelas de madera que, a decir verdad, no nos entusiasmó
demasiado. Al fondo se ve la omnipresente isla de Alcatraz; la Roca, que se
puede visitar tomando un ferry. Por desgracia no disponíamos de tanto tiempo.
En el restaurante “Crab House” degustamos un “Crab Chowder” -típica sopa de
cangrejo servida dentro de un pan- y una parillada de marisco
La siguiente parada fue en el “Golden Gate
Park” al Oeste de la ciudad. El parque presenta ciertos atractivos como el
jardín botánico o el japonés, pero reconozco que mi principal objetivo era el
de avistar un grupo de bisontes que habitan en un cercado. Ojalá hubiese podido
ver a estos bóvidos de enormes gibas pastar en las extensas praderas centrales,
en dónde, antes de la conquista del Oeste y su masacre por parte del hombre
blanco, tanto abundaban… pero me tendría que conformar con esto.
Downtown San Francisco |
Ya con
más calma, optamos por regresar al centro en autobús y ahorrarnos un dinerillo.
El punto cómico de nuestra visita lo puso una señora en chándal que casi nos
arrancó la cámara de las manos para hacernos unas fotos… “Esperad, una foto
más” “¿Os gusta San Francisco?” “¡Tranquilos, si queréis quedaros una semana
más os pago la estancia!”… Tentador, pero no. El punto trágico lo pusieron los
sin hogar que pululaban por las calles; el contraste de la miseria con la suntuosidad
de los rascacielos y las tiendas de ropa cara; un mundo demasiado despiadado,
demasiado artificial.
Tras
pasear por Union Square, comprar unos chocolates en la tienda de Ghirardelli y
visitar el barrio Chino, ya habíamos tenido bastante y el anhelo de regresar a
casa empezó a cobrar fuerzas, tal y como suele suceder cuando nos acercamos al
final de cualquier viaje, dure este lo que dure.
Tal y como empezaba el relato, nos dejamos
demasiadas cosas por ver, por lo que la opción de regresar a Estados Unidos
sigue abierta. Además la experiencia de conducción fue realmente grata; buenas
infraestructuras y señalizaciones, el respeto de los conductores, los límites
de velocidad más restrictivos que en Europa que invitan a una conducción
tranquila, etc. El país ideal para un “Road Trip”.
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